Música en la tarde

Cristalinas, sonaban las notas en la tarde.
Eran como brillantes suspiros del aire y arco-iris de luz, belleza y creación.
Dedos invisibles –precisos y sabios–, interpretaban su música interior en la danza del tiempo.
Sus sonidos eran su voz y las palabras que el alma dirigía en silencio a los oídos de los otros; pero no siempre estaban preparados para reconocer el idioma del alma –entre los ruidos, la prisa y la huida de sí mismos–, de forma que la voz, llena de melodías infinitas, de frases moduladas para cada instante, de cristalinos timbres y delicados acentos, quedaba oculta entre el tráfago de tormentas y vendavales que asolaban el posible equilibrio y el nacimiento de una paz que todos anhelaban, y pocos buscaban de verdad en sus vidas.
Callaban, pero no guardaban silencio, sólo planes, obligaciones, miedos, recuerdos, presiones, deseos de huida… los atravesaban como rayos fúlgidos, estruendosos y constantes, y quemaban cualquier otra posibilidad de renacer y ver y sentir la creación.
Las notas continuaban creándose, fieles a su voz, necesarias para la esperanza, tras tanta dispersión y escasez de armonía.
Algunas veces parecía que hasta el aire y el viento hubieran perdido su brújula y ya –desconfiando de su valor y sentido– dejaran que el caos los guiara hacia la nada de su ser, hacia el mutismo voluntario; pero el alma de la vida necesitaba expresar su voz de luz, su alegría y vocación de cosmos en su empeño de canto y expresión, así que, aquella tarde, de nuevo el aire lo intentó.
Fue aquella tarde: se oyeron llegar, desde el principio, desde la raíz incomprensible y genuina. Las nuevas notas, eternas voces de su centro, guiaban la vida por doquier hacia sí misma, hacia su voz interna–reconducida voz del alma que volvía a cantar desde su esencia–, su propia y verdadera vocación, y era tal su poder, tal su seductora majestad, que los oídos se rindieron a la evidencia de aquella belleza que los llevaba por caminos invisibles e íntimas sendas hacia su fe primera y su encuentro más feliz. Comprendieron por fin, y el aire supo que nunca más volvería a dudar de su verdad y su palabra, y sonó, y cantó, y creó, y aceptó la belleza de su canto y de su amor.

Isabel

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